Necesidad y urgencia

Si hay algo peor que un sistema representativo es un mal sistema representativo. Y si hay algo peor que un mal sistema representativo es una tiranía. A dos semanas de asumir el presidente de la Patria se confunde con Rosas y pide al parlamento la suma del poder público para extranjerizar la economía, desregular todos los mercados y destruir al sector público. Menem, en su infierno con champán, debe sentir una profunda envidia.

Para la arbitrariedad en el gobierno, Milei cuenta con la ayuda de la ley. En 2006 el parlamento votó la regulación del trámite parlamentario de los decretos de necesidad y urgencia, una ley que estaba pendiente desde la reforma constitucional de 1994.

La historia de los decretos es simple: todos los gobiernos los usan y han usado, pero con variada intensidad. Entre 1853 y 1983 se sancionaron 25 DNU. Menem firmó 545 en 10 años. Hasta ahora sólo fue superado por Néstor Kirchner que llevó el promedio a más de sesenta por año, firmando 270.

El problema del decreto de Milei no es el decreto por sí mismo, sino el hecho de que modifica una tremenda cantidad de asuntos de los cuales ninguno justifica la necesidad ni la urgencia en los términos que establece la constitución, y que en los hechos funcionan en conjunto como una reforma general del Estado.

Ante esta situación los jueces de la corte se van de vacaciones a la espera que jueguen otros jugadores: jueces de primera instancia y camaristas, pero principalmente diputados y senadores. Lo que se espera, más que resolver la legitimidad del decreto, es negociar políticamente la reforma del Estado. Parece ser que la necesidad y la urgencia del decreto no han salpicado al poder judicial.

Nuestra institucionalidad democrática y republicana no parece tener mecanismos eficientes para frenar a tiempo la arbitrariedad de un presidente que se arroga atribuciones legislativas y lanza una transformación profunda de la legislación nacional por decreto y por antojo.

Esto no solamente da cuenta de la debilidad de nuestra bendita institucionalidad republicana, sino que reafirma que las cuestiones fundamentales de la conflictividad social no se resuelven a través de la ley. Si Milei hace lo que hace es porque puede. Y si puede es porque nadie se lo impide.

La lucha obrera se llama lucha y obrera. Esto es así porque la sociedad está partida en clases con intereses antagónicos que no se resuelven amablemente ni con debates parlamentarios. La fantasía de la ley funciona más o menos bien cuando los beneficios secundarios de la negociación superan el riesgo y el esfuerzo de mantener una confrontación permanente, especialmente si ninguna de las partes ha conseguido el triunfo. Pero mientras la contradicción subsista esa situación es transitoria, y siendo que la contradicción es propia del sistema económico, lo que se consiga por ley estará siempre subordinado a la fuerza que tenga la clase obrera para mantener a raya los intentos constantes de la clase propietaria de engordar la renta con la flacura del salario.

Los trabajadores debemos asumir el hecho de que no podemos confiar en que la legislación laboral traiga algo parecido a la justicia, ni algo parecido a la tranquilidad. Cuando las cosas parecen encontrar un sendero (bueno o malo pero alguno) de nuevo se sacuden las aguas. Ante la crisis salimos a la calle, tomamos contacto con organizaciones y activamos, indignados por la injusticia y por el descaro de los representantes, esperando que la cosa se acomode otra vez, de alguna manera, soñando con un mundo que funcione como dicen que funciona, en el que las instituciones velen por nosotros y podamos vivir un poco más tranquilos. Pero eso no funciona. Un sistema injusto traerá siempre el conflicto que lo determina. No. Se puede meter la cabeza en un agujero y ocultarnos de la realidad.

Cuando las organizaciones de la clase obrera se politizan y se establecen como instituciones permanentes destinadas a la negociación de las condiciones de trabajo, se convierten en un instrumento de gobierno y acaban funcionando como departamentos de Estado. El concepto de clase obrera queda confundido con una identidad nacional, reconocida y administrada por el Estado, y constitutiva, por lo tanto, del orden social. La lucha se transforma en una negociación delegada en una dirigencia acomodaticia y una suscripción mensual a los servicios sindicales. Eso es lo que se llama conciliación de clases.

En otras palabras, se abandona la idea de resolver de fondo los conflictos que vuelven a aparecer una y otra vez, mostrando la injusticia del sistema social cuya desigualdad se advierte en la contradicción material y simbólica entre propietarios y desposeídos.

Lo que estamos viviendo ahora es la consecuencia de haber claudicado en la lucha obrera en favor de organizaciones políticas que reivindicaron a los trabajadores para negociar las condiciones de su expoliación. El resultado es tristemente notorio: hoy las dirigencias sindicales, lejos de plantearse la abolición del capitalismo, negocian la implementación de una desregulación de los mercados y la consecuente concentración de la riqueza a cambio de conservar algo de su propio privilegio.

Esa claudicación ha sido notoria en los últimos años como lo ha sido en los años 90. El desguace ferroviario y la entrega de las empresas públicas, con decenas de miles de despidos a nivel nacional, fue acompañado en aquellos años por un silencio cómplice del sindicalismo que acompañó al gobierno peronista de Menem en la desregulación y la extrangerización de la economía local. En los últimos años la dirigencia sindical acompañó de igual modo la caída del salario y el desorden de un cuentas públicas de magnitudes descabelladas. Hoy especulan en sintonía con el parlamento mientras Milei avanza en la misma dirección que Menem, pero a una velocidad frenética y con la ambición de ir mucho más lejos.

Menem asumió con la promesa del salariazo y la revolución productiva. Eran tiempos muy duros en los que la economía del gobierno de Alfonsín había colapsado, multiplicando exponencialmente la pobreza en sus últimos meses, de la mano de una hiperinflación. El caso de Milei es singular porque asumió en una situación crítica pero no tanto, mucho menos grave y urgente que aquella, pero logró instalar una perspectiva tan catastrófica que consiguió la aceptación popular para un ajuste salvaje. Milei anticipó el ajuste y no el salariazo, anunció una pesadilla y prometió un mundo de fantasía para el que hay que esperar 40 años.

Milei dijo claramente que iba a destruir la moneda hasta hacerla desaparecer, que iba a privatizar todo lo que sea público, que iba a desregular los mercados, cargarse la indemnización y otros derechos laborales (cada vez menos masivos, por cierto) y financiar la reactivación con la competitividad de la economía, es decir, con la caída del salario, la precarización del trabajo y un aumento de la productividad de que se beneficiaría la clase propietaria. Por primera vez en la historia una muchedumbre vivándolo en la plaza, el día de su asunción, cantaba en favor del ajuste y de la autoridad policial coreando “no hay plata”, “motosierra” y “policía”.

Una propuesta así hubiera sido rechazada de plano en cualquier otro momento de nuestra historia.

Hay en todo esto algo de profecía autocumplida. Milei empujó la inflación del 12% mensual al 30 en un mes. Si todo sale bien y no hay una escalada hiperinflacionaria, los meses siguientes tendrán una inflación similar empujada por el aumento de tarifas y servicios. En este esquema, la única fuerza capaz de desacelerar la inflación es el enfriamiento de la economía, es decir, la recesión. Todos los signos confluyen en un grave aumento de la pobreza y en la generación de una situación verdaderamente crítica para los trabajadores.

Si el proyecto de Milei avanza lo que nos espera es peor que lo que vivimos en los años 90. La destrucción del aparato productivo y la desregulación dogmática de la economía tendrán un impacto muy severo en la capacidad económica de la clase obrera y en nuestras condiciones de vida. Si Milei consigue la dolarización (y hay quienes dicen que ya la inició) creará un condicionamiento general de la economía del que será muy difícil y traumático salir. En semejante contexto no podemos confiar en la dirigencia sindical y en los representantes del pueblo. Es necesario crear y promover la organización obrera por fuera de la órbita de los partidos políticos y de dirigencias corporativas.

Es necesario sumar fuerzas en la creación de un movimiento obrero capaz de enfrentar la devastación económica y social que se avecina. Es la necesidad imperiosa de construir organizaciones verdaderamente obreras en las que los trabajadores podamos tomar las riendas de nuestro propio destino. Es una necesidad histórica que hoy se nos impone como una emergencia. Hoy la necesidad se ha convertido en urgencia.